El sol sale una vez más

Vegetación abundante cubre la tierra. Pastos, flores, helechos y tallos frondosos adornan esta zona, donde los cantos de grillos y aves harmonizan en su naturaleza arrítmica para deleite de aquellos con la capacidad de escuchar. Entre la maleza se puede oír el frote de las plantas entre si, pisadas silenciosas y delicadas hurtan por ahí. Una alta criatura pálida está buscando algo en este paramo, sus largas y debiluchas piernas son lo suficientemente fuertes para sostener su cuerpo y al mismo tiempo levantar parte de la vegetación con las puntas de sus delicados pies. Sus extremidades están diseñadas para navegar este bosque con la delicadeza necesaria para no dañar la flora que pisa al andar, un andar lento pero seguro, cada paso siendo calculado por ella a pesar de que no parezca que tenga ojos ni oídos con los que guiarse.

La criatura pálida ha salido de su guarida en busca de flores celestes, las productoras de un suculento néctar que le da la energía para andar. Las flores son suaves y frágiles, su hábitat preferido es cualquiera bajo la sombra de grandes árboles donde sus pétalos se mantengan frescos y al mismo tiempo puedan brillar entre la penumbra del bosque para atraer a los animales. Las flores son solo extensiones provocativas de una sola planta, una extensa enredadera que se arrastra por los suelos, troncos y cualquier otra superficie solida que tenga la cantidad perfecta de sombra y humedad para crecer. Aunque sea una planta que requiera de la luz del sol para vivir, no parece estar muy interesada en buscarla activamente.

La criatura pálida se agacha por una parte del bosque donde los troncos se elevan al cielo y las raíces son tan altas que forman arcos leñosos por donde las enredaderas de la flor se arraigan. Los pasajes laberínticos por donde se atraviesan las raíces se tornan cada vez más angostos e impredecibles, pero la criatura se abre paso con delicadeza entre estos túneles con la determinación de haber encontrado lo que buscaba. Su cuasi-cabeza se ve agitada, percibe su olor, ve su color o sintió su presencia, sea cual sea su método sensorial, la criatura ya sabía donde estaban las flores celestes, estaban bajo las raíces de un árbol muerto a unos cuantos metros de distancia de donde ella estaba. Una vez lo suficientemente cerca, la criatura se detiene frente a una de las flores y comienza a alimentarse, una larga probóscide amarilla brillante se extiende desde su cavidad bucal hacia el pistilo de la flor y comienza a succionar los nutrientes que hay en sus rincones más profundos. El néctar de una flor es nutritivo pero no es suficiente para saciar a la criatura, por lo que continua con el resto de flores que crecen desde la enredadera. Entre cada inserción y expulsión de la probóscide, partículas de polen se acumulan en esta y se adhieren a los pistilos de cada flor, fertilizando cada una mientras la criatura se alimenta. El baile natural entre la planta y la criatura se realiza con gracia, la probóscide nunca entra con fuerza y la flor no atrapa al animal, ambos vigilan por su bien mutuo.

El baile se corta súbitamente ante el sonido de un rasguño, un rasguño que viene desde la copa de los árboles. La criatura retrae su probóscide y se queda inmóvil en su sitio, su cuasi-cabeza se ve agitada, percibe su olor, ve su color o sintió su presencia, sea cual sea su método sensorial, ella sabe que algo va tras ella. Su delgado cuerpo y su fisonomía amigable la dejan vulnerable ante cualquier depredador, por lo que su única oportunidad de sobrevivir es correr de regreso a su guarida. A la cuenta de otro rasguño de entre las copas, la criatura da media vuelta y comienza a galopar entre los túneles de raíces torcidas hacía un claro más seguro. Su paso se ve obstaculizado por las extensiones arbóreas del bosque, pero afortunadamente para la criatura, aquello que lo persigue se encuentra en la misma situación. Pesado y musculoso, el depredador de los árboles está acostumbrado a andar por pastizales y valles despejados por donde apoyar sus afiladas garras, quedando en desventaja a la hora de trepar por las ramas y raíces de los árboles del bosque. El andar de la criatura comienza a acelerar con cada salto mientras que el depredador parece estar más desesperado por llegar a su presa. Su agitación e instinto de supervivencia llaman al fondo de su corazón, atraviesan sus músculos en un subidón de adrenalina, ambos animales quieren sobrevivir, deben sobrevivir, pero solo uno puede ganar.

Con un salto feroz, el depredador toma vuelo y extiende sus filosas garras al aire en un último salto de fe. Con un golpe seco, el resto de fauna del bosque queda en silencio mientras gruñidos y perforaciones inundan el paisaje en un coro carnoso. Su cuasi-cabeza se ve rígida, percibió su último olor, vio su último color y sintió su última presencia, sea cual sea su método sensorial, la criatura sabía que ya no quedaba nada más que hacer. El depredador clava sus mandíbulas llenas de colmillos en el torso de la criatura y comienza a alimentarse.

En el fondo del bosque, las flores se cierran y se hinchan en un globo hueco, de él se desprenden miles de pequeñas cometas peludas que despegan desde lo que alguna vez fue la flor. Al final de estas cometas se ven pequeñas semillas negras que volaran y se desplazaran lejos de la enredadera que las engendró, en busca de algún lugar oscuro y húmedo en donde germinar. Una de las semillas llega más lejos que el resto, hacía un claro donde una cordillera de calcio lo acoge. Bajo una hilera de arcos blancos y musgo azul, la semilla cae y espera a la lluvia.