Llamas consumieron el oxígeno del aire y humo negro cubre el cielo. Una ciudad, tan avanzada en su tecnología que rebasaba a lo imaginado por sus fundadores hace miles de años, yacía en horribles ruinas chamuscadas. Rascacielos de millas de altura transformados en pilas de escombro con sus vigas adornando sus cimas como coronas de hierro arqueadas y deformes. Vehículos enormes volcados sobre si; camiones, jets, maquinas petroleras, bloqueando en toda su extensión a las extintas calles de la ciudad. Antes el lugar rugía con los constantes ruidos de maquinaria, de pitidos en el tráfico, de gente gritando para poder pasar, pero ahora, del silencio más profundo, todo yace congelado, en la misma posición que tuvo cuando el último ruido alguna vez escuchado impactó la tierra, el rugido de la bestia que ahora sobrevuela su obra magna.
Antes de toda esta ruina, este lugar no era mucho mejor. Sus habitantes habían agotado todo lo que la tierra y el tiempo les había dado, por lo que recurrieron a aquello que quedaba de sus cuerpos y construcciones para sobrevivir. La promesa por objetivos cada vez más grandes con lo poco que tenían era lo único que mantenía a la ciudad corriendo, sus fábricas eran corazones que bombeaban humo y fuego y a cambio daban satisfacción inmediata. Un día como cualquier otro, sin previo aviso, se rompió un límite, se había acabado la cuenta regresiva para el fin, y dentro de una de las fábricas, desde de las columnas de humareda, eclosionó la bestia del apocalipsis, un terrible dragón.
Fauces del tamaño del planeta, alas tan anchas como el cielo, era como si una parte del inmenso poder del sol hubiese sido traído hasta un solo punto, su presencia se hizo notar con un estruendo sórdido que alertó a toda la población de que el fin había llegado. En minutos, toda creación, viva o muerta, cayó bajo la aniquilación suprema del dragón, nada se pudo haber salvado en su radio de kilómetros de alcance. Al llegar el ápice de la destrucción, el dragón alzó vuelo y se aseguró de que todo aquello fuera de su rango sufriera el mismo destino que el de la zona cero de su alzar, bajo su eterno ojo vigilaba y sentenciaba a cualquier creatura, sin importar lo que alguna vez fueron, con la muerte lenta del fuego hostil. Sus razones se desconocían, si lo hizo como un heraldo del castigo divino, un mal desatado directamente por alguna acción minúscula que desvió la balanza natural o si era completamente irrelevante a lo que los ciudadanos habían hecho con su tierra y tuvieron la mala suerte de estar vivos cuando subió desde el infierno, pero ya nada de eso importaba en este sepulcro de todo lo alguna vez creado, solo el dragón era lo absoluto en la ruina.
El dominio del dragón solo puede ser definido como eterno, sin nada que distinguir entre los escombros, plantas muertas, cuerpos calcinados, todo yacía inmóvil en el momento, incluso con él rondando en el aire, lo único que parecía indicar que el tiempo seguía moviéndose era el sonar del viento atravesando huecos nacidos de escombros perfectamente acomodados durante el impacto. Las llamas se habían apagado hace varios años, los sobrevivientes que quedaban fueron eventualmente reclamados por el dragón y toda oportunidad de que algo pudiese surgir del desastre para sellar al dragón una vez más se esfumó. El dragón había cumplido con su propósito ¿Qué más quedaba por hacer para él ahora?
De la misma forma que la ciudad, su corazón comenzó a apagarse una vez su combustible se acabó, fuese consciente o no de que había logrado aniquilar a todo y todos, no quedaba nada que alimentara a su inmenso ser, por lo que poco a poco su ser fue muriendo lentamente, agonizando por permanecer en la existencia pero sabiendo que nada de lo que hiciese lo mantendría ahí mucho más tiempo, Eventualmente, una vez su llama se apagó y una cuchilla emergía de la tierra calcinada, la eternidad llegó a su fin.